¿Por qué?, ¿por qué a mi?,
Dios no me puede hacer esto, soy muy joven aún para ser papá. La
amo, pero bajo ningún concepto, voy a aceptar la responsabilidad de
criar a ese pequeño, no estoy listo...
Cuando me lo dijo
ya no supe dónde esconderme, le pedí que desistiera, que intentara
por algún medio arrancarse ese quiste que podía arruinarnos la
vida. Ella aceptó, fui a casa, tomé mis ahorros y se los entregué
junto con una dirección que mi hermano me había dado, y así,
abrazándola, entre miedo y desesperación, la despedí con una
lágrima en mi pecho.
Sí, la dejé ir y
en un incontrolable remolino de ideas fui invadido por el temor a la
responsabilidad. Durante la noche mi vida se tornó en un infierno,
que a través de sus llamas me mostraba un pequeño rostro,
redondeado y calvo, que me miraba con fuego en sus ojos y lágrimas
de amor y odio corriendo por sus mejillas, buscando con sus manitos
abrazarse a mi torso. Sus llantos penetraban en mis oídos con la
furia de quien desea vivir, pero todo a su alrededor se estaba
quemando, y en un último grito se consumió en el oscuro vacío del
limbo, donde por puro egoísmo lo condené a vagar por siempre en
soledad.
En ese momento me desperté,
y tan sólo una frase resonaba en mi mente, - maté a mi hijo!!. Me
vestí con lo primero que encontré y me dirigí hacia su casa, pero
ya se había ido, su madre me dijo que había ido a dormir a la casa
de una amiga, pero yo sabía a donde estaba, desesperado comencé a
correr, tenía que detenerla, decirle que me había equivocado, que
no me condenara a vivir con ese acto criminal en mi conciencia.
Y allí la vi,
sentada en la escalera, junto al portón de ese panteón de almas,
donde tan sólo por dinero son capaces de la más terrible
aberración. Me acerqué a ella, soñando y rogando que no se
hubiera atrevido, pero al observarla pude ver un mar de sangre que
partía de sus entrañas.
Ella levantó su cabeza y con
lágrimas en sus mejillas me miró, y allí estaban, sí, allí
estaban los ojos de mi hijo, la abracé, lloré y juré hacer lo
imposible para que ella pudiera ser madre, pero sus brazos dejaron de
apretar, su cabeza cayó sobre mi hombro, y sus ojos, a igual que los
de esa criaturita, se cerraron por última vez. Y hoy entrecerrando
mi mirada y acariciando el suave gatillo en ésta noche de hastío y
soledad, en medio de sombras que me acusan y me declaran culpable, me
vuelvo a preguntar, ¿por qué?, ¿por qué a mi?, Dios, ¿por qué
me hiciste esto?
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