Cuando nació, fue el mayor de
mis orgullos, el pibe, el varoncito, que más podía pedir, yo que
siempre le rogué al cielo para que no me diera nenas. Mientras lo
tenía en brazos podía imaginar sus primeras palabras, cuando
aprendiera a jugar a la pelota, cuando me contara de sus mujeres,
cuando me dijera me "me caso" y hasta el día en que me
pusiera a mi nieto en brazos. Y así, al grito de "felicidades
es un varón", comenzó su vida como hijo y yo la mía como
dichoso padre.
Mis sueños se
estaban cumpliendo, lo escuché decir, papá, y mi corazón salto de
mi pecho. Un día fui a verlo jugar al fútbol y aunque era medio
tronco, se bancaba los golpes bien a lo macho, ese era mi hijo!!!!.
En sus estudios era el mejor, en todo lo que hacia era bueno, sólo
había una parte de mis añoranzas que no se cumplía, las mujeres no
aparecían, ni una noviecita ni nada, y pensando que tal vez seria un
poco tímido, decidí llevarlo a uno de esos lugares donde por buena
plata, se podía conseguir una excelente psicóloga, va, lo llevé a
un puterio. Así , que una noche le pedí que me acompañara, y lo
llevé al mejor lugar de Bs. As.; al termino de una hora, mi sonrisa
de padre realizado se borró al verlo salir llorando, y al sentir el
abrazo de pánico e histeria que me dio.
Bajando la mirada,
lo tomé y me fui, ambos volvimos a casa envueltos en un silencio
sepulcral. Al llegar, corriendo se bajó del auto y fue a su
habitación, mientras yo, con mi frente contra el volante derramé la
primera de un millar de lágrimas. De golpe, mi hijo amado, comenzó
a alejarse, y yo en un frío cubo de hielo, hice caso omiso; no
quería saber nada, el más grande de mis anhelos había sido
destruido, al menos en actitudes, pero los hechos no tardaron en
aflorar.
El ya no decía a
donde iba, comenzó a vestirse de forma rara y sus notas descendían
velozmente. Una noche, desesperado, revisé sus cajones y allí
estaban, si allí estaban, me había hecho feliz una vez más, eran
preservativos, con el pecho hinchado bajé las escaleras y con una
sonrisa socarrona, esperé en el sillón su llegada.
Cuando entró lo
abracé con todas mis fuerzas, gritando ,"este es mi hijo!!!",
pero sin anestesia me dio la patada más grande que recibí en mi
vida, cuando me dijo que quería presentarme a su pareja y aún más
contento abrí la puerta para encontrarme con un hombre. En ese
momento fui invadido por el más absoluto sentimiento de asco y sin
poder siquiera pensar eché a mi hijo, sí, lo puse de patitas en la
calle.
A la semana recibí
una carta suya que decía que se iba fuera del país junto con él;
lo odié, no podía ser mi hijo. Discutí con su madre y también se
fue. Y así seguí recibiendo sus cartas, cartas que nunca abrí,
pero de a poco mi furia hacia él, fue desapareciendo, y se fue
convirtiendo en ese sentimiento de culpa que se clavaba en mi
conciencia, dándome cuenta que siempre sentí que yo lo empujé a
irse, por mi egoísmo. Un día comencé a extrañarlo y al limite de
la desolación me aferré a la bebida y así caí en lo más bajo, ya
me había convertido en uno de esos viejos borrachos que lloran su
pasado y le echan culpas a las calles. Pero un día en mi cumpleaños
numero sesenta, Dios me dio un último regalo, cuando tirado en mi
esquina al borde del eclipse, una fornida mano me levantó, y me
dijo,. - Papá, papá, te encontré, sos abuelo.-, y entre lágrimas,
me presento a su hijo adoptivo. Mientras me contaba que me buscó
durante años, no hice más que pensar en lo estúpido que fui al
marginarlo por el sólo hecho de no aceptar que mi hijo era más que
libre de hacer lo que deseara, y aunque mi mano dejó caer la botella
que me embriagaba y mis ojos no volvieron a ver la vida, mi alma
descansa tranquila, porque sus oídos me llegaron a escuchar decir,.-
perdóname hijo mío no sabía lo que hacía.
~Enerone
~Enerone
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